Comentario
Venecia, la ciudad de las lagunas, se mostraba a mediados del siglo XV como uno de los núcleos urbanos más importantes de Occidente. De la mano del eficiente gobierno de los dux, la República de San Marcos consiguió mantener su primacía económica, evitando las luchas intestinas del resto de las ciudades estado italianas.
En lo que respecta al arte, Venecia presentaba entonces una imagen que tenía más que ver con las delicadezas del último gótico y el lujo del arte bizantino que con el gran desarrollo humanístico del Renacimiento florentino. Desde los edificios más representativos de la ciudad, como el Palacio Ducal o la Basílica de San Marcos hasta las líneas elegantes de la escultura o la pintura de los talleres de los Vivarini o Jacopo Bellini, Venecia parecía lejos aún de las formulaciones del nuevo lenguaje quattrocentista.
Sin embargo, este retraso ideológico era el resultado de un ambiente más opulento, de una situación económica privilegiada, derivada de los contactos con Oriente, y de una mentalidad más empírica que la de la intelectualidad toscana. De esta manera, la pintura veneciana se va a fraguar desde unos postulados muy diferentes y determinados, configurándose como un modelo exclusivo.
Venecia no contó con un desarrollo teórico comparable al neoplatonismo y al humanismo florentinos, pero el poder económico de la ciudad ducal no puso reparos a la contratación de artistas de otras ciudades italianas, quienes comenzaron a difundir tímidamente las innovaciones del Renacimiento. Eran artistas foráneos como los arquitectos Mauro Coducci (hacia 1440-1504) o Pietro Lombardo (1435-1515), este último también escultor; o como los pintores Andrea Mantegna (1431-1506) y Antonello da Messina (hacia 1430-1479). Mientras que aquéllos incorporaron ciertos elementos que modernizaban la imagen de la ciudad, en iglesias y palacios (como el Palacio Foscari o Santa Maria dei Miracoli), todavía muy deudores de la herencia medieval, éstos dieron el impulso necesario para que los artistas locales, en especial Vittore Carpaccio y Gentile y Giovanni Bellini, inaugurasen la pintura renacentista veneciana.
Sus cuadros se convirtieron en la imagen del poder de los dogos (dux) y de la fastuosidad de Venecia, los cuales trazaron un programa urbanístico para embellecer la ciudad a mayor gloria de la República de San Marcos. Ambos artistas se encuentran a medio camino entre la descripción detallista de carácter gótico y las concepciones espaciales de nuevo cuño.
La obra de Gentile (1429-1507) más representativa es el ciclo decorativo que, como pintor oficial de la República, se le encomendó para la Scuola di San Giovanni Evangelista, y que realizó entre 1496 y 1502. La gran protagonista de la Procesión en la Plaza de San Marcos o de El milagro de la Cruz es la ciudad de Venecia; de hecho, el tema sólo es un pretexto para representar fielmente la grandiosidad de ese escenario. El estilo de las figuras muestra todavía gran rigidez formal, tanto en el cortejo que avanza por la explanada de la Plaza de San Marcos como en los testigos del traslado de las reliquias del santo en El milagro de la Cruz.
Presenta también un carácter muy minucioso en la descripción de los elementos arquitectónicos que, lejos de desviar la atención del motivo representado, vuelve más precisa la configuración espacial e informa mejor de la escena. Estas pinturas muestran una gran fidelidad tanto a la topografía de la ciudad como al carácter naturalista de los personajes; en definitiva, el pintor ofrece una calidad casi documental de un momento histórico, así como un acercamiento a la realidad objetiva que será la piedra de toque de toda la pintura veneciana. Además, los diferentes planos de color ayudan a crear profundidad en el escenario donde transcurre la acción, y la luz unifica las partes de lo representado, poniendo en relación figura y fondo.
En Carpaccio (hacia 1460-1526), estos rasgos serán incluso más acentuados, sobre todo en su ciclo decorativo para la Escuela de Santa Úrsula (1496-1502), donde la continuidad narrativa de las escenas representadas pone en relación todas las secuencias, a partir de una luz clara que define los volúmenes, tanto de los personajes como de las estructuras arquitectónicas. Aunque es menos hábil en la resolución espacial, el color y la luminosidad se muestran como las claves plásticas que armonizan las composiciones y dan validez al tema tratado: de nuevo, el espectáculo de Venecia y su peculiar atmósfera.
Tanto Gentile Bellini como Carpaccio no pueden ser entendidos sin la obra de Antonello da Messina, que residió en la ciudad hacia 1475. Diez años antes se había aplicado al conocimiento de la pintura centroitaliana para, a principios de la década de 1470 (según informa Vasari) realizar un viaje a Flandes; a su regreso, introduciría la técnica al óleo que había observado en los maestros flamencos.
En su etapa veneciana, de apenas un año de duración, y en contacto con los Bellini, su paleta se enriquece y sus formas alcanzan gran plasticidad. Un buen ejemplo es su San Sebastián para la Iglesia de San Giuliano, en el que presenta en primer término la figura idealizada del santo, de gran volumetría, con las flechas del martirio clavadas en su cuerpo. Son precisamente las flechas las que crean las líneas de una perspectiva que muestra, de abajo arriba, las claras arquitecturas de una ciudad y algunos personajes, minuciosamente tratados. La figura del santo se recorta en su corporeidad sobre el cielo y sobre las limpias construcciones del fondo, pero es la luz la que unifica y ordena los planos, modelando las formas, como en el claroscuro del desnudo o en el fondo del paisaje.
La obra que mejor representa la síntesis de todo lo aprendido por Messina es el Retablo de San Casiano, realizada posiblemente durante su estancia en Venecia. El pintor ha conseguido una ilusión de realidad en las formas a partir del estudio minucioso de la luz y sus efectos en cada uno de los componentes de la escena, ya sean objetos, telas o carnaciones de los protagonistas. Pero además de la armonía luminosa de la representación, el artista ha infundido sentimiento humano a las figuras, cuyas expresiones también están en función de las suaves gradaciones luminosas. Se trata de una característica que veremos igualmente en la pintura de Giovanni Bellini y de los maestros clásicos: Giorgione y Tiziano.
A mediados del siglo XV, la pintura de Giovanni Bellini (hacia 1432-1516) muestra un claro componente de plasticidad que remite a Andrea Mantegna, casado con su hermana Niccolosia en 1435. Las formas monumentales de Mantegna (uno de los formuladores de la pintura del Quattrocento) y la fuerte corporeidad de sus figuras tienen su reflejo más claro en la Transfiguración de Cristo sobre el monte Tabor, del Museo Correr de Venecia (hacia 1460). De igual referente plástico es la Oración en el huerto, aunque, comparada con la de Mantegna, Bellini crea unas formas más suaves y un paisaje más armonioso, en el que se insertan los protagonistas. La contextualización de los personajes, que todavía mantienen las angulosidades y formas volumétricas de Mantegna, se efectúa a partir de los planos de luz, es decir, de la distribución de luces y sombras que definen los términos espaciales de la escena.
Sin embargo, la frialdad de las formas de Mantegna dará paso a la intensidad dramática de algunas pinturas del Bellini de la década de 1460, en clara referencia a la pintura flamenca de Roger van der Weyden (hacia 1400-1464), muy conocido e influyente en la Italia septentrional. Buena prueba es la Piedad de la Pinacoteca Brera de Milán (hacia 1460), en la que la luz vuelve a modelar la corporeidad de los personajes pero, sobre todo, les confiere esa intensidad dramática de la que hablamos. Los colores muy matizados y la luz fría, de gran blancura, muestra a los personajes en todo su patetismo. Situados sobre la línea del sarcófago, sus figuras marmóreas se recortan sobre el suave paisaje de fondo y la cálida luminosidad del cielo, lo que enfatiza más aún la imagen del primer plano.
Con el trascurso de los años, la pintura de Giovanni Bellini se hace más íntima y moderada, pero mantiene idénticas riqueza expresiva y gestualidad de los personajes. El Retablo del Santo Job, de 1487, es testimonio de la influencia que sobre el maestro veneciano ejerció la pintura de Antonello da Messina. Bellini insiste en el poder de la luz como elemento que unifica el marco arquitectónico con la representación de la Virgen y el Niño, de los ángeles músicos y de los santos. Las figuras siguen teniendo volumetría pero ahora es más moderada y natural, como se aprecia en las posturas dúctiles y suaves de los protagonistas. Del tratamiento minucioso de la estructura arquitectónica y de la cúpula de la hornacina parece provenir un foco luminoso de gran calidez que ordena el espacio y dispone las figuras, quedando todas unidas en un ambiente de claridad y armonía. Algo muy similar llevará al extremo en el Tríptico dei Frari, en la Iglesia de Santa Maria dei Frari de Venecia, hacia 1488, en donde a la volumetría y monumentalidad figurativa se une la dulzura de la luz que conecta las tres tablas.
El denso cromatismo de las obras de Giovanni Bellini y su brillante luz unificadora, así como su detallismo y el tratamiento realista de los personajes, parecen alcanzar su máxima expresión en uno de sus retratos más famosos: el Retrato del dux Leonardo Loredan, de 1501, que el artista realizó como pintor oficial de la República de San Marcos, cargo que ocupó hasta 1516, fecha de su muerte. Bellini muestra una imagen del poder de los regentes de la Serenísima. El busto del gobernante se recorta rotundo sobre el fondo neutro (dejando patente sus cualidades como máxima autoridad de los destinos de la opulenta Venecia), no exento de avidez y ambiciones desmedidas, como muestra el rico brocado de las telas o el característico corno, tratado con la delicadeza y el detallismo que permite la técnica del óleo. La concentración de luz en su rostro muestra claramente su personalidad; el pintor consigue así todo un icono del poder en términos de luz y color.
Será precisamente este grado alcanzado por Bellini en su pintura el que abra las puertas a los maestros de la pintura véneta. Giorgione en primer lugar, que aprendió en el taller del mismo Giovanni y que determinaría las coordenadas de la Escuela veneciana: luz, color y y nueva sensibilidad hacia la naturaleza. No contamos con demasiados datos que permitan aclarar la perplejidad que producen las obras de Giorgione, pero lo que sí podemos afirmar es que el excepcional Giorgio da Castelfranco (1478-1510) configura una visión hermética de la realidad a partir de las formas armoniosas y claras que consigue mediante el color y la luz.
Podemos intuir que su aprendizaje corrió a cargo de Giovanni Bellini, pero Giorgione va más allá en su sensibilidad hacia la naturaleza, dejando atrás los efectistas juegos, todavía tardogóticos, de su maestro. Su pintura se acerca mucho más a la poesía sensual que desprenden las formas naturales, alejándose de la rigidez que tenía el arte del pasado.
La primera obra que conocemos de Giorgione es la llamada Retablo de Castelfranco (hacia 1505), en la que ofrece una concepción espacial nueva y un tratamiento del color ciertamente revolucionario. La Virgen con San Liberal y San Francisco se presentan en un espacio de perspectiva empírica, a la manera de los pintores flamencos, que se continúa más allá de la caja espacial, en el suave y armonioso paisaje de fondo. La luz se distribuye en planos de color que inciden en todas sus partes, separando la rigidez de la escena y el juego lumínico del paisaje. Pero a pesar de esta distorsión, el sombreado de las figuras y su modelado les confiere corporeidad y consistencia; son puestas en relación con el espectador, mostrándose en su verosimilitud. Parecen atrapadas por la geometría de la estancia, encontrando su verdadera razón de ser en la mirada del contemplador. Giorgione ha depurado tanto la realidad que presenta su imagen paralela, en términos que rozan lo abstracto.
Otro tanto ocurre con la obra de 1508 La Tempestad. Marcantonio Micheli, amigo del artista, se refería a ella como "un pequeño paisaje con la tormenta, la mujer gitana y el soldado". La falta de un argumento preciso ha hecho multiplicar las hipótesis sobre esta obra: Adán y Eva; un episodio de la leyenda de Paris; o, por último, intrepretaciones más arriesgadas que emparentan la pintura con la cábala judía y la filosofía hermética antigua. De cualquier manera, lo más destacado es que el verdadero protagonista de la representación es el paisaje, en un momento en el que Giorgione no hace bocetos previos de las obras, sino que se enfrenta directamente al soporte con los materiales pictóricos de su arte, según cuenta Vasari en sus "Vidas". Y eso es lo que muestra la pintura, una composición equilibrada en donde las tonalidades de color, aplicadas a la escena en su conjunto, estructuran una sensación de plena naturaleza.
Probablemente, las figuras sólo sean un trasunto de un fenómeno obvio: el instante en el que la atmósfera se adensa anunciando, tras el relámpago, el comienzo de la lluvia. Ese momento de incertidumbre es el que expresan los personajes, inmersos en una naturaleza a punto de cambiar de estado. Por eso los protagonistas se miran entre sí, también hacia el espectador, absortos y expectantes ante el desenlace de los acontecimientos. Giorgione ha logrado un efecto óptico natural que incide en el espectador, con el mismo ánimo indeciso ante ese paisaje, todo ello a partir de la utilización de color y luz, que se acercan a la realidad para depurarla.
Algo parecido sucede con Los tres filósofos, de 1508: pudieron ser los tres Reyes Magos esperando la aparición de la estrella que les guíe al pesebre donde nació Cristo; las tres edades del hombre, juventud, madurez, vejez; o tres filósofos de distintas épocas que analizan el sentido de la naturaleza. Independientemente de su significación última, Giorgione ha representado una composición muy equilibrada, en donde la plasticidad de las figuras se contrapone al macizo rocoso de la cueva; del mismo modo, de la oscuridad de la caverna se pasa a la luminosidad de los filósofos, en medio de un paisaje natural muy legible. El artista ha presentado las figuras en posturas diferentes, pudiéndose ver sus rostros de perfil, de medio perfil y de frente. Lo que quizás ha querido expresar el autor es la armonía del hombre con la naturaleza, insertando su mundo, intelectual, con el de las formas naturales.
De la misma manera, incluso más enfáticamente, se ofrece la Venus de Dresde, obra de 1510, que pudo haber terminado Tiziano. La presencia de las formas desnudas en medio de la naturaleza vuelve a insistir en la relación armónica del universo. La sensual figura femenina se muestra relajada, dormida en un sueño idílico de naturaleza virgen. El paisaje repite las mismas formas suaves y modeladas de la Venus, armonizando Belleza y Naturaleza como partes de una misma realidad perfecta. La sensualidad del color y la suavidad de la luz vuelven a ser los responsables de esta profunda meditación de Giorgione, que interpreta el clasicismo como sólo podía haber hecho un maestro veneciano.
Pero Giorgione murió joven, en 1510, víctima de la epidemia de peste que asoló la ciudad de Venecia. Será Tiziano, con quien compartió maestro, taller y la decoración del Fondaco dei Tedeschi (en 1508, hoy perdido), el que lleve a su máximo esplendor las cadencias suaves, la frescura sensual del color y las gradaciones lumínicas de la Escuela veneciana de pintura, exportando posteriormente su modelo a Italia y a todo Occidente.